Nada más finalizar la Segunda Guerra Mundial, la alianza antifascista entre las democracias occidentales y la URSS de Stalin comenzó a agrietarse. Se habían repartido el mundo por ámbitos de influencia, y Europa quedó dividida en dos bloques. Al oeste, el capitalista. Al este, el comunista. Empezaba un nuevo tipo de enfrentamiento: la Guerra Fría . En un famoso discurso pronunciado en 1946, Winston Churchill , antiguo primer ministro británico, denunció que “un telón de acero” había dividido el Viejo Continente.
Europa pasaba por una situación económica desastrosa. A consecuencia de la guerra, su producción agrícola había disminuido, al igual que sus intercambios comerciales. Mientras tanto, los gobiernos estaban más preocupados en relanzar la industria pesada (siderurgia, carbón...) que en fabricar productos de primera necesidad, con la consiguiente escasez entre la población.
La carestía de alimentos hizo necesario un racionamiento estricto, al tiempo que impulsaba el incremento de los precios. En un contexto marcado por la crisis y el desempleo, no era de extrañar la proliferación del mercado negro ni la extensión de la delincuencia.
¿Dónde obtendrían los europeos los productos que necesitaban, ya fueran víveres, materias primas o maquinaria industrial? Era evidente que solo Estados Unidos podría proporcionárselos. ¿Y después? ¿Cómo pensaban pagarlos? Aquí entraba en juego, otra vez, Washington. Sus créditos permitirían que el Viejo Continente comprara en América todo lo que requería.
Reforzar la democracia
En un marco definido por la pobreza y las privaciones, los partidos comunistas alcanzaban un amplio respaldo electoral. Para las potencias occidentales, evitar este avance se convirtió en una prioridad absoluta.
En marzo de 1947, el presidente norteamericano Harry S. Truman enunció la doctrina que lleva su nombre sobre la contención del comunismo. Estados Unidos, afirmó, debía “tener por norma ayudar a los pueblos libres que se resisten a los intentos de subyugación por parte de minorías armadas o de presiones externas”. Truman hacía referencia, por ejemplo, a Grecia, inmersa en un conflicto civil entre el gobierno y la guerrilla comunista.
Para garantizar la viabilidad de las democracias occidentales, Estados Unidos puso en funcionamiento un plan de ayuda económica masiva. Su artífice fue el secretario de Estado norteamericano, el general George C. Marshall. En 1947, durante un importante discurso, Marshall declaró que su país iba a hacer todo lo necesario para garantizar la salud económica de Europa, “sin la cual no puede haber ni estabilidad política ni paz asegurada”.
El plan pretendía contribuir a la reconstrucción europea, pero no país por país, sino a través de una ayuda de carácter global. Así fue posible incluir entre los beneficiarios a Alemania, pese a las reticencias de su vecina Francia. A cambio, la Casa Blanca esperaba obtener beneficios políticos, pero también económicos, ya que los europeos protegerían las inversiones estadounidenses.
También la URSS recibió la oferta del Plan Marshall. Esta la rechazó y obligó a sus satélites en Europa del Este a hacer lo mismo. El Kremlim no estaba dispuesto a facilitar a sus rivales norteamericanos información sobre el estado de ninguno de los países bajo su órbita.
Stalin, al parecer, veía en el Plan Marshall una especie de conspiración contra la Unión Soviética. Según el historiador Ronald E. Powaski, de haber aceptado, los rusos habrían corrido el peligro de que los estadounidenses manipularan su economía. Como alternativa, Moscú puso en marcha el llamado Plan Mólotov, origen del COMECON, especie de Mercado Común formado por los países socialistas.
Avance de la unidad europea
Los países occidentales y Estados Unidos comenzaron a negociar en julio de 1947 la manera de concretar la ayuda. El gobierno norteamericano, en manos de los demócratas, debía convencer a un Congreso de mayoría republicana para que otorgara los fondos necesarios.
Los republicanos, al principio, no parecían muy dispuestos a gastar el 15% del presupuesto nacional en territorio extranjero, sobre todo si tenían en cuenta su tradicional política aislacionista. Pronto, sin embargo, cambiaron de opinión, dada la alarmante situación política europea. En 1948, los comunistas alcanzaron el poder en Checoslovaquia gracias a un golpe de Estado. Mientras tanto, en países como Francia e Italia, encabezaban las movilizaciones populares.
Finalmente, Truman consiguió que se diera luz verde al Programa de Reconstrucción Europea (European Recovery Program), auténtica denominación del Plan Marshall. Para gestionar la ayuda, los países afectados tuvieron que fundar la OECE (Organización Europea de Cooperación Económica).
Comenzaba así el proceso de integración económica del Viejo Continente, ya que la Casa Blanca había dejado muy claro que su programa “debía ser acogido por la mayoría, si no por la totalidad, de las naciones europeas”. Así pues, las potencias occidentales tenían que aprender a cooperar entre ellas si querían beneficiarse de la ayuda norteamericana. Por otra parte, debían cumplir una serie de condiciones. Entre ellas, estabilizar su moneda.
Luces y sombras
El Plan Marshall influyó de forma diferente en cada país. Gran Bretaña fue la que obtuvo mayores beneficios, ya que Washington le entregó alrededor de la cuarta parte de la ayuda. Con este dinero, Londres pudo pagar las deudas que había contraído a corto plazo. Francia dedicó los fondos recibidos a la adquisición de equipos industriales con los que superar su atraso tecnológico.
Gracias a estos fondos (más de 12.000 millones de dólares entre 1948 y 1951), la reconstrucción europea se completó en muy poco tiempo. En apenas cuatro años, la producción ya había recuperado el nivel previo a la guerra.
En reconocimiento a su tarea, el general Marshall recibió el premio Nobel de la Paz en 1953. ¿Supuso su plan un éxito económico? Algunos especialistas responden afirmativamente, pero otros señalan que la recuperación europea se inició antes de la ayuda. El programa habría contribuido, como mucho, a que el crecimiento del Viejo Continente fuera sostenido y no se detuviera por falta de capitales.
En cuanto a los resultados desde el punto de vista social, resultan más cuestionables. Los países europeos tuvieron que adoptar una política basada en el recorte del gasto público, lo que repercutió en el descenso del gasto social. Rentas bajas y pobres niveles de consumo para las clases trabajadoras.
La prosperidad económica, finalmente, hizo innecesaria la contribución estadounidense. Esta pasó de ser económica a militar, con el pretexto de garantizar la seguridad de la Europa occidental frente a la Unión Soviética y sus aliados.
España no se benefició del Plan Marshall. A finales de los años cuarenta, el régimen de Franco estaba aislado internacionalmente. Sin embargo, los intereses geoestratégicos de la Guerra Fría terminaron por imponerse. Estados Unidos vio en Franco un aliado útil en su cruzada anticomunista, así que negoció la obtención de diversas bases militares en la península.
A cambio, España recibió una asistencia económica de 800 millones de dólares, de los que 500 eran donativos. Esta cifra era la menor de las recibidas por un estado occidental; aun así, su efecto resultó determinante. El país solucionó su escasez de divisas y pudo adquirir moderna maquinaria industrial, materias primas y alimentos. En 1953, el cineasta Luis García Berlanga caricaturizaría esta colaboración en la célebre película ¡Bienvenido, Mister Marshall!
Este artículo se publicó en el número 446 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.